El Gran Mandamiento

En un pequeño pueblo de Galilea, la brisa suave de la mañana acariciaba los rostros de los habitantes mientras el sol comenzaba a elevarse en el horizonte. La gente se reunía en la plaza central, ansiosa por escuchar las enseñanzas de un hombre que hablaba con autoridad y sabiduría: Jesús de Nazaret.

Algunos, llenos de dudas, veían en Él una amenaza a sus tradiciones; otros, en cambio, sentían una profunda conexión con sus palabras. Entre la multitud, un fariseo, conocido por su conocimiento de la ley, decidió acercarse a Jesús. Con astucia, le planteó una pregunta que esperaba ponerlo en apuros: “Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley?”

La plaza se silenció. Los ojos de los presentes se posaron en Jesús, esperando su respuesta. Con una calma serena y una mirada penetrante, Jesús les dijo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente.”

Esas palabras resonaron en el corazón de cada oyente. No se trataba simplemente de un mandato; era una invitación a experimentar una relación profunda y auténtica con el Creador. “Amarás” no era un llamado a un amor superficial, sino a un amor que abarcaba cada rincón del ser: las emociones, la esencia misma y la razón.

El fariseo, sorprendido, se dio cuenta de que no podía discutir con la profundidad de esa verdad. El amor a Dios se convirtió en el fundamento de la vida espiritual, una guía que iluminaba el camino a seguir y desafiaba a todos a reflexionar sobre su propia fe.

Mientras la multitud murmuraba, algunos comenzaron a recordar momentos en los que habían sentido la presencia de Dios en sus vidas: en la risa de un niño, en la belleza de la creación, en los momentos de dificultad que habían superado. Ese amor, tan simple y a la vez tan profundo, era el hilo que unía a cada uno de ellos en una comunidad de fe.

A medida que Jesús continuaba hablando, el mensaje se hacía cada vez más claro: el amor a Dios no era solo un mandamiento, sino la esencia misma de la vida. Amar a Dios con todo el corazón, la alma y la mente significaba vivir cada día en gratitud, en servicio y en conexión con los demás.

Así, aquel día en la plaza de Galilea, el versículo 22:37 no solo se convirtió en un simple enunciado, sino en un llamado a la transformación personal y comunitaria, recordando a todos que el amor es el camino que nos acerca al corazón de Dios.

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